Babel
Javier Hernández Alpízar
Cada año más, he sido de los que piensan, como piensa Edmundo O’Gorman que “La navidad es la venganza de los mercaderes en contra de Jesús, por haberlos expulsado del templo”. Y aunque, cada vez más, me cae gordo Luis González de Alba, creo, como él, que ese aforismo está inspirado por el Espíritu Santo. Me cae. Es más, pienso, como piensa mi compadre, que el espíritu sopla donde quiere… y a quien quiere. Pero mejor cambio de ejemplo, porque ya se sabe que todo se perdona, menos las blasfemias contra el espíritu.
Así como algunos ya estamos hartos de los estereotipos de la navidad, y pensamos que el comercial de cierta cadena comercial, donde hacen la permutación de letras para trocar “Vanidad” en “Navidad”, debe leerse en reversa, una de las cosas más abominables, después del hombre de las nieves aquél, es la película “El Titanic”. Debe haber psicoanalíticas, es decir, profundas razones, para que todos los años pasen por la televisión la película de marras. Y no tengo nada contra el filme, no opino si es bueno o malo o todo lo contrario, pero me harta que lo pongan todos los años.
Así como al diablo de cierta pastorela le fastidiaban las cenas de navidad, porque su suegra siempre cocina pavo relleno, romeritos, bacalao, ensalada de navidad, y todos los años ¡lo mismo!, así a este columnista le repatea que pasen la misma película, El Titanic.
Lo peor es que ya ni necesita uno verla para acordarse de ella, sea por las pistas de hielo que ciertos gobiernos regentean, sea por el cambio climático (el único cambio que los gobiernos no quieren detener), sea por el horroroso comercial de los osos polares visitando a los pingüinos, desde el polo norte al sur, de cierta bebida rica en elementos para producir gastritis, descalcificación de los huesos, diebetes y obesidad.
Una de las cosas más odiosas de la navidad es la imposición del color que esa marca de refrescos le dicta al consumidor: ¿A poco usted no odia el rojo? ¡Todo de rojo!, como santo y seña de la enajenación, la claudicación del ciudadano, e incluso de la persona, en aras del súbdito, el consumidor, el esclavo.
Además… El Titanic. Si al menos no pasaran El Titanic… Pero los señores del dinero y el poder, de rojo como Santa Clos, ponen El Titanic.
Dice mi compadre Slavoj Zizek, y si no lo ha dicho, ¿qué espera, compadre?, que el Titanic entra en el asunto de lo profundamente simbólico, como la Torre de Babel, como la Cruz, como el Arca de Noé, como la serpiente, como el destino, pues.
La soberbia de una clase social, la burguesía. La pretensión de una civilización, la occidental, moderna. La voz de la vanidad que dice: “Este barco es inhundible”. Y la profundidad del mar, lo infinito inabarcable, y un iceberg, el hielo inmenso, de esos que dentro de poco quizá no haya más, porque la tierra se calienta. El iceberg es igual que el alma humana, según nuestro compadre Freud: Apenas una mínima parte emergida, y bajo las aguas, la inmensidad. Heráclito, quien era buen buzo, no halló sus límites.
Y el barco se hunde, y la burguesía se hunde, y la civilización sucumbe a su soberbia y su hybris, y a los que viajaban en la nave inundable, perdón inhundible… se los lleva patas de cabra.
La película, ya saben, es Hollywood, se trata de una muchacha bonita y un muchacho ídem, como una especie de ceniciento (sin ofender a nuestro compadre Tin Tan), pero alcanza a mostrar ese momento caótico en el que el dinero sirve para maldita la cosa, porque la muerte es lo único absolutamente insobornable. Aunque hasta para subir a los botes salvavidas hay clases.
Un poco con la intención de que dejen de poner todos los años Titanic en la televisión, quiero apostar a que es una profecía que los señores del dinero le ponen al pueblo (los consumidores, en realidad, el público, los espectadores) y una de esas profecías que se autocumplen.
Porque podría parecer morboso que cada año exhiban una película cuyo argumento central es que el barco se hunde.
Si es una profecía, bien dicha sí está. Y los únicos que no se enteran son quienes están muy ocupados pensando en otra cosa, como el personaje de la película que se quiere vengar del plebeyo que le robó su bella joya.
En México, y yo me imagino que allá arriba (a juzgar por la manera que se están armando hasta los dientes, y los cambios que le quieren hacer a la Constitución para legalizar el estado policiaco), más que abajo (porque abajo muchos se preocupan más por el plato de lentejas que por su futuro), les ronda la pesadilla de 2010.
Lo de la fecha puede ser una mera superstición. Porque si el barco se hunde, como en efecto, se hunde, a lo mejor ni siquiera llegan nuestros finos comensales a 2010, o porque mientras el barco se hunde, la oposición leal al sistema se pelea por el privilegio de amarrase al timón y acelerar, sin variar el rumbo, directo al iceberg.
Pero sin duda, algo hay allá abajo, en el abismo, en el submundo, algo duro, frío, cortante, inevitable, como el destino en las historias fatalistas, se aproxima. Y arriba, se pelean por acelerar, por no cambiar el rumbo, por el “crecimiento”, porque no hay más ruta que la suya, dicen.
Tal vez es el reflejo de un régimen moribundo. La sensación de vértigo, una mezcla de miedo, pavor, y fascinación, una voz interna del régimen que le dice: ¡Salta!, mientras le muestra los abiertos espacios del abismo.
Las fiestas de fin de año, los brindis, la total inconsciencia respecto al despilfarro, la sensación de seguridad, de total impunidad, casi de “inmortalidad”: “Este barco es inhundible”… Como cuando Don Porfirio festejaba el centenario.
Ahora están en puerta dos centenarios, el de 1810 y el de 1910. Y la fiesta se prepara. El clima es cada vez más frío. Nadie cambia el rumbo. Ni siquiera pensaron en algún tipo de bote salvavidas, a pesar de que por Tabasco y Chiapas el barco ya hizo agua.
En lugar de pensar en evitar la colisión, han dado a los guardianes la orden de reprimir a quien se amotine.
En poco tiempo, las ratas van a correr por doquier desesperadas buscando escapar (por ejemplo, saltando de partido en partido). En tanto, se brinda, se come, se ríe.
Feliz 2008, como diría mi compadre Omar Khayyam, parafraseado por Antonio Aguilar: Al fin que uno se lleva nomás un puño de tierra, brindemos.
Yo, especialmente brindo por las mujeres, pero como el bohemio que sí tenía madre, no por aquellas que nos hacen subir la temperatura de la sangre (lo cual está muy bien), sino por las que están en La Garrucha, Chiapas, organizando con la palabra la conciencia, una manera de salvar algo de las frías aguas.
Salud, compadre Zizek.