Canoa 2011. Cacería de brujas

Babel
Javier Hernández Alpízar

No existen sociedades sin conflictos. Cada vez que alguien jala la cobija para taparse un poco, descobija a otro o a otros muchos. En las sociedades conocidas hasta hoy, es una minoría quien se queda la cobija, el colchón y todo el pastel, o casi, dejando a los demás los mendrugos. Por ello hay un conflicto, un fantasma, que como el del padre de Hamlet, y el del inicio del Manifiesto Comunista, recorre no sólo Dinamarca o Europa o los países árabes: Recorre el mundo, las sociedades, la historia.
Ese conflicto entre los pocos que tienen mucho y los muchos que tienen poco o casi nada implica una situación de violencia por la cual quienes tienen todo mantienen a raya las pretensiones de los nada tienen de jalar la cobija.
En momentos en que el sistema socioeconómico en cuestión, en nuestras vidas el capitalismo, va a despojar de mucho a casi todos, necesita hacerlo de manera violenta: Desde el hambre y la negación de los derechos humanos básicos como el derecho a la vida, la salud y las libertades más elementales, hasta la operación de la guerra. La frase de Von Clausewitz que Michel Foucault invirtió y encontró igualmente cierta: La guerra es la continuación de la política por otros medios y la política es la continuación de la guerra por otros medios: Si ponemos «comercio» (entendido a gran escala) funciona también. Guerra, política, comercio, violencia, analogía perfecta, o mejor, coextensión de los términos.
Pero la pregunta que salta cada vez que se piensa en ello es: ¿Por qué los pocos gobiernan, subordinan, oprimen, dominan, explotan, expolian, a los muchos?
Debe haber un arte de diseminar, dispersar, dividir maquiavélicamente las voluntades para que no se junten en un solo vector con la fuerza suficiente para acabar con la opresión. El dominio consiste con mucho en ese arte. En borrar de las mentes y corazones el conflicto arriba /abajo por otro como: nacional / extranjero, viejos / jóvenes, obedientes / revoltosos, etcétera.
Lo que ocurre hoy en México es justamente una puesta en práctica, una puesta en escena (en teatro de guerra, teatro de operaciones) de ese arte de dividir, confundir y confrontar a los muchos y a las muchas, para que siga prevaleciendo el estatus favorable a los pocos.
Aparece la bruja, el judío, el «extraño enemigo», a quien hay que exterminar, y ante cuya amenaza se deben unir los de abajo con una elite o un hombre de arriba, el líder totémico que exorcizará el miedo, aunque en el intento, los protegidos terminen siendo sus esclavos.
Las brujas iban a la hoguera, sus bienes iban a los bolsillos de los inquisidores, el pueblo contemplaba el espectáculo macabro. Eran ellas y sus malas artes las culpables de los males: Y no los reyes, señores feudales, nobles, altos jerarcas del clero y del ejército. Además, estos últimos se convertían de parásitos sociales en necesarios guardianes del orden y la ley: eran ellos «El Equipo».
Unas veces han sido las brujas, para los fascistas y nazis fueron los judíos, los gitanos, los comunistas, los anarquistas, los raros. Para los estalinistas, los contrarrevolucionarios, es decir, los excompañeros ahora equivocados.
En los Estados Unidos, para ir más cerca, fueron los comunistas, la conspiración internacional contra «la libertad», perseguidos por los aparatos totalitarios de policía política como la CIA y el FBI. Hasta John Lennon fue víctima de esa persecución por cantar pidiendo la paz.
Después de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, el socio comercial de Bin Laden, George Bush, impulsó un nuevo macartismo: Se castigaba a jóvenes por llevar una playera con la subversiva palabra «paz». Aconsejaban a propios y extraños no criticar la guerra de Bush, guerra total, infinita, definida solamente por él contra un enemigo omnipresente, ni siquiera podían mandar e-mails con información crítica: La censura que tanto se ha criticado en los países ex socialistas y en las dictaduras militares del Cono Sur, pero en Washington.
Esas cacerías de brujas, ese marcartismo o fascismo criollo, no son ajenos a nuestro México. Décadas después supimos que Díaz Ordaz, Echeverría y Gutiérrez Barrios eran soplones de la CIA, y aunque la embajada estadounidense en México sabía e informaba a su gobierno que los estudiantes en las calles en 1968 no eran manejados por Cuba ni por la URSS, el anticomunismo, la moderna cacería de brujas, fue la coartada para pretender justificar las masacres del 2 de octubre, del 10 de junio, las guerras contrainsurgentes en Chihuahua, en Guerrero, la guerra sucia con sus brigadas blancas en todo el México desde los sesentas hasta… hoy.
Así, el enemigo interno era una «conjura comunista». En ese sentido, las represiones priistas, en las que fueron activamente responsables prácticamente todos los altos funcionarios priistas de esa época (algunos hoy con casaca de demócratas dentro del ala «progre» del PRI, el PRD y partidos satélites) no le debían nada en terror y en inhumanidad a las del Cono Sur. Como dato curioso, varios operadores de esa guerra sucia, impunes, fueron después investigados, señalados y hasta ocasionalmente procesados por sus nexos con el crimen organizado.
Un claro ejemplo de cómo funciona el mecanismo de creación de enemigo interno (como diría la novelista Malú Huacuja: La invención del enemigo) es Canoa, en Puebla. El anticomunismo inoculado como un veneno, miedo, odio, voluntad de aniquilar a la bestia, deja de ser un mero sentimiento fanático y se pone en acción como linchamiento, asesinato colectivo, de un grupo de jóvenes: Asesinados por comunistas, que para los ignorantes y ya bastante pervertidos por el cura del pueblo, eran el Enemigo, el Diablo.
Hoy, Felipe Calderón, el panismo, el priismo, las fuerzas armadas, las televisoras, la prensa mercenaria (las mismas fuerzas que ayer, con diferentes individuos en la foto oficial) han creado una retórica intransigente, como la de Bush: Guerra implacable, sin cuartel, por tiempo indefinido y contra un enemigo definido por el gobierno, y sólo por él. Y quienes no apoyen esa guerra, son parte del enemigo, son criminales.
La disyuntiva es falsa, dado que las guerras benefician solamente a la industria armamentista y a los señores del poder, el dinero y la guerra en los Estados Unidos y aquí, es muy lógico que un gran sector de la población diga: No a la guerra, y no para defender delincuentes, sino para evitar que tengan la coartada para derramar más sangre, pues entre 38 y 40 mil muertos son ya una sangría espantosa.
No obstante, los halcones de la guerra usan el deslavado argumento: ¿Por qué no critican a los malos (las brujas, los comunistas, los terroristas, los judíos, los gitanos)? Un grito tan transparente como «No a la guerra» se vuelve, en la retórica de la intransigencia del poder, repetida por reporteras y reporteros, columnistas (calumnistas), caricaturistas (viñetistas es más preciso) y hasta telenovelas, una presunta defensa del lado malo.
Una jugada hábil: Pretende unidad alrededor de Calderón y el militarismo, quienes en lugar de ser vistos como lo que son, los responsables del desastre social, se convierten en los necesarios exterminadores de monstruos («para que la droga no llegue a tus hijos») y quienes piden la paz, por una alquimia tan sutil como la que opera los fraudes electorales (uso y costumbre del Estado mexicano) se convierten en «criminales».
Todo ese discurso es falso, pero el dinero derrochado en prensa y hasta telenovelas mercenarias opera como aconsejó Goebbels: Repite una mentira mil veces y será verdad. El costo para la sociedad, si cree en esa mentira, es su propia sangre, su futuro.
Parece increíble que en pleno 2011 nos sigan engañando con cacerías de brujas, como si todo el país fuera Canoa: es nuestro fascismo a la mexicana.

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